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Ahora alivia
en el almijar
el ardor del atardecer
y acércate a la
Aljafería por el ameno
paseo de Agustín. ¿Sabrás
llegar sin vacilar? Sin duda
si alcorzas te perderás.
¿Es por aquí aaaaaaaa o por allá?
¿Dónde estás?a aaaaaaaa aNiña, ¿dónde irás?
Niño, ¿qué harás?aa aaaaaaaaa aNo pares de hablar.
Ya no ando másaaa aaaaaaaa aaaTe das por vencida
¡Eso ni hablar!aaaaa aaaaaaaaaaaa Pues sigamos
la marcha. Si te vas a enfadar, me marcho
y te dejo y te vuelvo a olvidar.
Agotas mis pasos, no pides perdón, ni haces,
ni juegas, ni amainas, ni naces, ni vives.
Te quedas conmigoaaa aaaaaaaa o me alejas de ti.
No quiero elegiraaaa aaaaaaaa aaa ate prefiero a ti.
Contigo me quedoaaaaa aaaaaaaa aaaaatu humo, tu viento,
tu verde y tu luz.aaaaaa aaaaaaaa aaaaaaSé que me ignoras.
Apura tu altivezaaaaaa aaaaaaaaa a aaaaaaaay tal vez
"Con veinticinco años, Picasso sufre una de las más graves crisis personales y creativas de su vida. Abandona los pinceles y se recluye en su estudio. El pintor busca y, tras seis meses de trabajo, encuentra “Las señoritas de Aviñón”, una creación genial que abrió una brecha entre el pasado y el futuro de la pintura y que ahora celebra su centenario".
...había que preguntarse si la pintura podía ser, como más tarde diría Picasso, “más real que la realidad”, o, aún mejor, su propia realidad. Era necesario, pues, indagar. Y eso hizo. Comenzó en el otoño de 1906 y no paró hasta que, en el verano de 1907, encontró la respuesta: Las señoritas de Aviñón.
“Es la primera vez en el trabajo de Picasso en que la expresión de los rostros no es trágica ni apasionada. Estas máscaras están casi enteramente alejadas de la humanidad. No son sin embargo dioses; tampoco héroes o titanes; ni siquiera figuras simbólicas o alegóricas. Son problemas al desnudo, signos blancos sobre un pizarrón negro..
Y la puerta del siglo XX se abrió de pronto."
¿Qué mejor excusa para montar una exposición que un aniversario? Y más cuando el artista es Picasso, el museo es el MoMA y la ciudad es Nueva York. Es imposible pasarlo por alto y de hacerlo no habría perdón. El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) aprovecha, por tanto, el centenario de «Les Demoiselles d´Avignon» (1907), obra considerada la piedra angular del Modernismo y pieza de referencia del museo, para inaugurar el próximo 9 de mayo la exposición «Las señoritas de Aviñón a los 100», que recogerá los estudios preparatorios con los que trabajó el pintor andaluz durante el invierno de 1906-1907 en París antes de completar la obra en España..
Me gusta llegar primero y abrir la ventana y a través de las rendijas de la persiana mirar a oscuras el movimiento de la calle. A esa hora hay mucha gente y fuera la luz es intensa. Dentro todo está igual que cada día. Luego llega él y entra despacio. A partir de ese momento su presencia lo llena todo, me aleja de la ventana y paraliza el pensamiento y la palabra.
Los aromas de las tiendas de especias entran en la alcoba, en medio del calor de la tarde. El bullicio de la plaza del mercado ahoga nuestros gemidos, acompaña el desenfrenado movimiento de nuestros cuerpos y cuando exhaustos reposan éstos, ahuyenta el silencio que precede al sueño y nos arrulla suavemente. Y esa sensación es deliciosa porque todo sucede justo afuera de la alcoba. Una puerta endeble y vieja nos separa de la callejuela, transitada todo el día, y una persiana cubre la única ventana, abierta. Sólo al atardecer se filtran tenues hilos de luz bajo los cuales la piel humedecida brilla. Sorprende que los transeúntes del exterior no perciban nuestra entrega, no se sientan atraídos hacia lo que adentro está sucediendo; que no adivinen que detrás del portón avejentado por los años y tras la persiana deslucida por la luz de infinitos atardeceres, ante sus ojos, se está representando cada tarde la misma escena.
Ya de noche, la actividad va cesando, las voces suenan lejanas y llega poco a poco el silencio aterrador que precede a nuestra separación. Salimos mudos por la puerta, juntos ahora, pues quién nos puede ya reconocer. El final de la calle es también el final de nuestra unión. Después somos dos extraños en la noche que caminan, viajan en autobuses, se dirigen a sus respectivos destinos, anónimos y ausentes de todo a su alrededor. Los ruidos y olores de la plaza soleada resuenan en mi cabeza todavía durante horas, me obsesionan.
A veces vuelvo los domingos sola y me paro al otro lado de la calle, frente al portón, y lo observo absorta desde fuera, y a través de la persiana creo percibir nuestras siluetas o escuchar nuestras voces y sonrío satisfecha de complicidad conmigo misma. Compruebo que nadie se fija en él, que los viandantes pasan por delante sin sospechar, sin asomo de curiosidad y compran en los puestos de al lado, entran en las tiendas interiores, algún niño llora, alguien pone la radio en la casa contigua. Me asombra el carácter de este espacio que hemos elegido para nuestros encuentros, porque al estar situado al nivel de la calle, siempre con la ventana abierta para aliviar el calor, invita a la mirada curiosa y, sin embargo, se mantiene inexplicablemente privado e inexistente, protegiendo cada tarde nuestra clandestinidad.
Su silueta apoyada en la jofaina de porcelana se oscurece al caer la tarde, su piel ahora mate se desvanece momentáneamente ante mis ojos, sólo siento su mirada que cuenta cada poro de mi piel. Sus dedos mojan suavemente las hojas de la planta que agradece su caricia diaria. Y después, empapa un trapo de agua tibia y lo pasa por mi cuerpo con cuidado desde el cuello hasta las manos, por el vientre hasta las piernas, las caderas y la espalda, para borrar cada huella de su paso por mí. Siento un cansancio de muerte que me invade y del que no quisiera salir. Y entonces me veo a mí misma en la calle observando esta misma escena por la ventana, como paseante que al azar ha descubierto lo inesperado. Contengo la respiración nerviosa y atisbo sigilosa. En la alcoba tenuemente iluminada por el leve reflejo del sol tras la persiana veo a un hombre desnudo de tez oscura y tersa que se inclina sobre un lecho en el que yace tendido el cuerpo inerte de una mujer. Ella parece muerta pero mira fijamente a la ventana como sabiéndose observada. Su mirada y la mía se funden y huyo de allí sintiéndome intrusa, ajena espectadora de una ficción que no me corresponde.
Publicado originalmente en www.desequilibros.com.
Con esta fórmula daba comienzo el ritual. Sin apenas comprender su significado último, era la contraseña que me permitía acceder, por lo visto, a un mundo intemporal y trascendente de la mano de un particular Virgilio que habría de guiarme por los procelosos abismos de mi mente pecadora y que, por ende, habría de librarme de los peligros que la influencia de los poderes del Averno podrían producir en mi infantil y débil carácter.
El padre Rafael era el guía. La llave de su inmensa sabiduría era la mágica fórmula de
No era un hombre mayor y se conservaba en bastante buena forma, como procuraba demostrar cada fin de semana batiéndose al tenis con lo más granado de los padres de los alumnos del centro. Tampoco aparentaba ser lo austero que cabía esperar de su religiosa condición. Su nariz y cara permanentemente sonrosadas le fraguaron una, no sé si mala o buena, fama de catador indiscriminado y de invitado permanente a las Bodas de Caná, por más que el profesor de ciencias se empeñara en atribuir su rojizo color de tez a algún tipo de alteración parecida a lo que podría ser en el futuro una embolia. También era de general aceptación su amaneramiento, sensibilidad era el eufemismo habitual que usaban los adultos, aunque nunca nadie divulgó sobre él, lo que sin duda habría sido una difamación, ninguna acusación de comportamiento dudoso o proclividad hacia los menores.
Esta sensibilidad sí era pública en su confeso afán de versificar todo aquello que pasaba por su cabeza, lo que le convirtió en un prolijo creador de versos libres que, con un tufillo apenas di-simulado a Santa Teresa o San Juan de
Uno de estos amasijos de hierros, un torero según todos los que lo vimos, una bailaora según sus rebuscados y cursis versos pseudo-modernistas, apareció en el recibidor de mi casa una tarde ante el asombro de todos lo que intentábamos, sin éxito como dije, averiguar qué era aquello. Lamento no recordar con fidelidad el contenido de las líneas que alababan las cualidades artísticas del arte folklórico y de sus transmisores en osado parangón con el ejercicio poético en el que quedaba plasmado ese panegírico.
Yo era muy joven, nueve o diez años, y no acertaba a comprender nítidamente el ambiente jocoso, más bien risueño, que se respiró siempre alrededor de aquella escultura y que la condenó sin más dilación a las profundidades del armario más olvidado de entre los dedicados a objetos inútiles o caducos. Ahora la contemplo y me da la sensación de que precios más altos se han pagado por mucho menos. En fin; el padre Rafael era amigo de la familia. Quizá otro destino mereció su desinteresado obsequio.
Por tratarse de un Colegio confesional era costumbre celebrar cada mes una Eucaristía, Misa parecía más simple pero no era respetuoso al parecer, para los alumnos de cada curso, y ofrecer la correspondiente oportunidad de acceder a
Siempre tocaba en clase de religión o plástica, nunca en matemáticas o lenguaje. El conducto habitual era el de la lista previa y llamamiento personal a través del anterior, que era el que te avisaba a su regreso. La picaresca hacía el resto. Yo no era un pícaro, ni siquiera un valiente, temeroso de ser descubierto, transparente a todo lo que intentaba ocultar. Yo pensaba si eso no sería una especie de merecido por intentar engañar. El caso es que llegó mi turno, no accedí a comerciar con él por miedo a incurrir en grave delito disciplinario –si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya–, y me dirigí a las dependencias donde habría de tener lugar la entrevista al más alto nivel.
Era habitual saber con antelación el nombre del cura, perdón, sacerdote, que en esa ocasión ejercería de tal, así que podía haber evitado el engorroso encuentro, pero en mi ingenuidad no se me ocurrió sospechar o prever, para evitar situaciones comprometidas, por donde podía llegar a discurrir una conversación trivial y amistosa con un mayor, trivialidad y amistad, por cierto, que serían utilizadas como medio de sonsacar mis pecadillos y que tenían el efecto de dejarme muy satisfecho por mi correcto comportamiento y, de paso, me quitaban el oculto temor a la reacción de aquel individuo que se decía poseedor del privilegio de ponerme en contacto con Dios: se contaban terribles penitencias impuestas por banales faltas e incluso impúdicas escenas que harían enrojecer al más desvergonzado. No era esto lo que se decía del padre Rafael.
Llamé educado a la puerta, asomé la cabeza y su sonrisa, creo que sincera, me invitó a pasar. Recité la contraseña: ahora ya se podía empezar a hablar. Preguntas insulsas, respuestas vagas, de la familia, de estudios, del tenis al que jugaban mi padre y él, todo muy superficial, disfrazado de conversación entre hombres. Y entonces fue cuando ocurrió. No es que él no tuviera derecho a conocer el destino seguido por su regalo pero no era ese el momento adecuado para preguntar por él ni tenía delante a la persona adecuada para responderle. Quizá pensó que yo no daría las típicas explicaciones que no dicen nada; quizá nuestra conversación se dirigió en aquella dirección; quizá yo cometí alguna imprudencia y mencioné lo innombrable; no sé, el caso es que me preguntó por su escultura, pero no sólo eso, sino que también pretendió saber si la habíamos colgado en alguna pared de la casa, ese debía ser su cometido.
–Sí–, mentí. ¡Elí, Elí, lemá sabakhthaní!
Consciente de que lo hacía, lo único que me empujó a actuar de aquella, censurable a todas luces, manera, fue un doble temor: a la reacción del despechado artista –…arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes– y a la de mis padres cuando descubrieran, abochornados, que de nada se podía hablar en mi presencia porque todo lo contaba. Desde aquel día decidí eludir al padre Rogaciano y a sus conflictivas curiosidades sobre intimidades familiares. El padre Florentino, quien nunca encubrió su verdadero nombre y, por tanto, nada ocultaba, anciano y con su sempiterno olor a ajo, no hacía preguntas.
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Bautizó a la generación del 98 y fue uno de los miembros más conspicuos y prolíficos de aquel notable grupo. Fue también el más longevo y uno de los grande renovadores del lenguaje literario español en el siglo XX. Pero es quizá el miembro del 98 al que el tiempo ha concedido menos fortuna editorial. Sobre su vasta obra se cierne el olvido y concita menos lectores que coetáneos como Pío Baroja o Miguel de Unamuno. Este viernes, dos de marzo, se cumplen cuarenta años de la muerte de José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, maestro de escritores, crítico, académico, narrador, periodista y dramaturgo consagrado con el seudónimo de Azorín.